EL TERRORISTA
Por OTROVA GOMAS
ADAGIO MA NON TROPPO
El
vuelo de París a Budapest, ruta que habría de transitar múltiples veces, pasa
sobre Luxemburgo, hace escala en Frankfurt, y después de sobrevolar Núremberg y
Viena entra en territorio húngaro por Györ, la frontera del oeste donde se
levanta la temible cortina de hierro que la separa del capitalismo. Cada vez
que se acerca un avión del bloque comunista, ésta se abre pesadamente para
darle paso y luego se cierra con la misma lentitud.
El
avión era un viejo Iluschin remendado con teipe y chicle en las roturas del
asiento y en las paletas de las alas. A pesar de la pobreza de medios era un
buen trabajo. Indudablemente realizado con gran fervor revolucionario y una
óptima economía de recursos conforme a lo pautado en la segunda sección de la
reforma al plan quinquenal del estado húngaro.
Algo
que me sorprendió cuando estaba en el aparato fue encontrar que también allí
había primera clase. Aquello me molestaba. No podía entender la razón de esa
discriminación en un avión cuyos papeles de propiedad decían que era de la
clase obrera. En gesto de disconformidad, me negué rotundamente a enderezar el
asiento y abrocharme el cinturón durante todo el vuelo a pesar de los ruegos de
la aeromoza. Cada vez que me lo abrochaban a la fuerza, yo en el acto me lo
desabrochaba; hasta que al final se cansaron y dijeron que hiciera como me
diera la gana.
Para
acentuar el marco de mi descontento, aproveché que el vidrio de mi ventana
tenía un huequito y escupía cada vez que pasábamos sobre las grandes ciudades
de la ruta. Al sobrevolar Viena, además lancé varias peloticas de pan y pedazos
de pastel de jabalí que me sobraron de la comida. Así no sólo me vengaba de la
actitud discriminatoria de la línea, a la que seguramente le reclamarían por
bombardear ciudades en tiempos de paz, sino que en cierta forma, golpeaba los
bastiones más minados de la aristocracia al sembrar el caos y el desconcierto
con la lluvia de pastel de jabalí.
A
las cuatro horas de haber salido de Le Bourget el avión descendió con suavidad
en la pista del modesto aeropuerto húngaro. En las oficinas de inmigración me
esperaba una visa especial. Aun cuando mis verdaderas actividades estarían
secretamente al servicio de la organización neo-terrorista La Tropa de la
Muerte, oficialmente yo venía como delegado permanente de la Federación Mundial
de Solidaridad, un organismo de fines humanitarios con sede en Budapest, el
cual se ocupaba, entre otras cosas, de la clasificación de las formas de hipo y
de los métodos realmente serios que existen para mitigar ese terrible flagelo.
Toda la información que obteníamos, era publicada en un boletín que se vendía
por un dólar en los países occidentales bajo el título: ”Hipo´s Magazine” y en el cual, si alguien tomaba el trabajo de
leerlo al revés, encontraría información en clave para revolucionarios de todas
las edades alrededor del mundo.
Al
salir de las oficinas de la aduana se me aproximó un joven pequeño y bastante
delgado. Mostraba un alto grado de miopía, que le obligaba a usar dos pares de
anteojos por la imposibilidad de fabricarse un cristal tan grueso. Era Carlos
Soto el representante de Guatemala en la Federación. De origen y familia
burguesa, era no obstante, un comunista rabioso que odiaba al padre y a la
madre por haberlo traído al mundo en una época tan confusa.
Después
de mirarme a través de sus cuatro lentes, se me acercó con timidez y preguntó:
-
¿Tú eres el delegado venezolano?
-Sí
–le respondí- ¿Y tú?
-Yo
no, soy el guatemalteco; bienvenido a Hungría. Vamos al carro, te estábamos
esperando.
Un
enorme Tatra negro con chofer nos aguardaba. Adentro estaba Ergic, la cajera
del organismo y amante de Soto. Ella detalló mis ropas con cuidado como hacen
las mujeres socialistas cuando se enfrentan a un recién llegado de occidente,
después me saludó en un francés de tercera, pero adornado con la mejor de todas
sus sonrisas.
Nos
metimos en el coche, y éste se desplazó raudo por la larga autopista que
conduce hacia Ulöi Utca, ruta obligatoria hacia el palpitante corazón de la
ciudad.
Cuando
se viene del brillo y ese lujo frontal del capitalismo, de las calles sembradas
de llamativos anuncios publicitarios; de los autos y mujeres refulgentes, y de
esas vitrinas llenas de trapos y peroles con los que se amamanta el consumismo,
la primera impresión que se tiene al llegar a un país socialista es violenta.
Todo se ve opaco, sucio y abandonado; tal vez porque todo sea opaco, sucio y
abandonado. Pero esa impresión es mayor cuando en el país se habla una lengua
extraña a los latinos. Los caracteres o palabras incomprensibles producen una
honda sensación de temor, de aislamiento y de misterio que le han fracturado la
ideología a más de un revolucionario no preparado históricamente para el
impacto. Algo que me afectaba al comienzo fue ver a la mayoría de la gente
uniformada con trajes grises y que en ese tiempo eran de una pobreza para mí
desagradable. Igualmente me chocó el friso abandonado de los edificios, sucio y
lleno de huecos de balas. Un recuerdo de los tanques rusos que entraron en
1.956 para contener la contrarrevolución. Algunos de esos huecos eran tan
profundos que servían como sistema de ventilación de la casa en verano, y de
refugio a los pájaros que hacían en ellos sus nidos del invierno.
En
el auto, el guatemalteco me explicó que me esperaba desde hacía días. Cambiamos
impresiones sobre distintos tópicos y me manifestó que antes de llevarme a la
casa iríamos a la embajada de Cuba. En ese momento los latinoamericanos
celebraban un nuevo aniversario del 26 de julio.
Mi
recibimiento en la embajada fue realmente halagador. Me esperaban con alegría.
Por una parte los miembros de la Federación Mundial de Solidaridad, y por otra,
un hombre de rasgos tartáricos, que sentado en la parte trasera del patio,
sonrió al verme y se quedó sin quitarme los ojos ni un minuto durante toda la
velada. Era Víctor Farkas, el jefe supremo de La Tropa de la Muerte, quien ya
estaba enterado de la exitosa misión del Louvre así como de mis antecedentes
terroristas.
La
alegría era razonable. Yo llegaba de un pueblo enfrascado en la guerrilla, y
esto en un país socialista hace que los dirigentes políticos se desborden en
las manifestaciones de aprecio y solidaridad con los recién llegados del frente
de batalla. En esos días los revolucionarios venezolanos habíamos dado golpes
sorprendentes que erizaban a los más osados y veteranos combatientes de la
guerra popular. Pero a mí aquello no dejaba de resultar incómodo. Aunque yo
había participado activamente en distintas etapas de la lucha, enfrentándome a
las balas desde la primera fila en las manifestaciones y entrenando en
explosivos a decenas de combatientes que tomaron el duro camino de los montes,
no me gustaba que celebraran en mi persona los méritos ajenos. Con esa reserva,
en un gesto de cortesía me rebosé de sonrisas, pero ofrecí a los invitados la
menor cantidad de noticias que tenía disponibles sobre la revolución en la
lejana patria.
Farkas,
desde el extremo del salón, sin hablar con nadie seguía firme en observar mis
gestos y reacciones. De pronto se levantó del asiento, y antes de irse del
lugar, se me acercó con disimulo entregándome un huevito de codorniz.
-Ábralo- me dijo con una voz
cavernosa y tonos bajos –pero no lo fría-
Al hacerlo me sorprendió. En su interior, en
vez de amarillo encontré un trozo de papel en el que se leía claramente una
dirección. Me comí el papel, y como si no hubiera pasado nada me guardé la
clara en el bolsillo con cierto disimulo.
Lamentablemente
al poco rato sufrí mi primera situación desagradable en el mundo comunista.
Viendo que una bella mujer brindaba en español con unos camaradas, le dije al
guatemalteco:
-Oye,
¿quién es esa mujer tan buena?
Él
me miró tras sus dos anteojos, y con un gesto que jamás he podido definir, se
quitó un par de ellos contestando secamente.
-Es
Lyuba, mi mujer.
Quise
disimular, pero ya las cosas habían ido demasiado lejos. Temeroso de tener que
enfrascarme en un duelo desigual, preferí separarme de él haciéndole creer que
yo era el ofendido. Y con la cara de lo más seria me dirigí hacia donde estaban
las esposas de otros compañeros, aprovechando que en ese momento rodeaban entre
risas al embajador.
El
embajador de Cuba en Hungría era todo un personaje. Siendo rico en rima, se
ganó el aprecio de los intelectuales de izquierda durante la época de Batista,
porque en la clandestinidad les regalaba versos a los poetas pobres ayudándolos
a superar sus dificultades para versificar. Sólo tenía el inconveniente de que
era muy nervioso. Se comía las uñas con una voracidad que nunca antes había
visto. Después de engullirse la parte calcárea y el pellejo, se desollaba los
dedos mordisqueándose la carne hasta que le salía sangre. Era famoso en los
medios diplomáticos porque cada vez que en las recepciones pasaban la bandeja
de camarones con salsa rosada, él con mucho disimulo metía la punta de los
dedos en la salsa para así condimentar su incontrolable vicio. Según se
rumoreaba era un gran revolucionario, pero Fidel lo había mandado al extranjero
porque en las asambleas del partido no sólo se comía las uñas propias, sino que
le mordisqueaba los dedos a los compañeros más próximos creando un verdadero
foco de tensión en las sesiones. Para mí lo que había detrás de todo esto era
un tremendo peso de conciencia por su origen burgués, y en el fondo tenía miedo
de que lo enviaran a los cañaverales para vincularlo al pueblo.
Con
toda su imperfección nos hicimos grandes amigos, sólo que siempre tuve el
cuidado de meterme las manos en los bolsillos cuando empezábamos a hablar.
Terminada
la fiesta los latinoamericanos más ligados me llevaron al apartamento que sería
mi residencia. Estaba en el tercer piso de un mísero caserón situado en
Köfaragó Utca, cerca de la famosa Lenín Kërut, y el cual habría de compartir
con uno de los vicepresidentes de la Federación Mundial, un chileno llamado
Patricio Marín, hombre simpático y sumamente locuaz, que temeroso de la llegada
intempestiva de la muerte se había dedicado de lleno a las mujeres.
La
vida disipada de aquel personaje de las novelas de Dickens la expiaba
políticamente con las maniobras que realizaba en la sede de la organización
para ponerla bajo el control de los soviéticos. Como llevaba seis años en el
sitio hablaba bastante bien el húngaro, cosa por demás meritoria si se
considera que esta lengua, semejante sólo al finlandés y al vasco tardío,
apenas la hablan correctamente en todo el mundo dos personas, las cuales, por
serias discrepancias gramaticales hace mucho que no se dirigen la palabra.
Esa
noche, después de largas pláticas llenas de consejos e informaciones, ordené mi
cuarto para complacer un viejo ruego e mi madre e hice las listas con las cosas
que necesitaba de inmediato; en una escrita, anoté aquello que me sería
indispensable en el lugar, y en la otra, mentalmente pensé en los materiales y
explosivos que requería para operar en bases extranjeras.
A
la mañana siguiente me levanté temprano. Mi primer día en la ciudad estaba muy
cargado. Debía hacer las compras, además, ir a las oficinas de la Federación
para recibir el cargo y las explicaciones inherentes a ese trabajo. En la
noche, a las diez, en la dirección que me dieron en el huevo de codorniz, se
llevaría a cabo la esperada reunión con Farkas para trazar cuidadosamente mi
programa destructivo.
La
Federación Mundial de Solidaridad en esa época estaba en Benczur Utca. Era una
enorme y vieja mansión de cuatro pisos bastantes destartalados que se hallaba
en uno de los barros más aristocráticos de la ciudad en la época anterior a la
revolución. Se decía que sus anteriores dueños, los Széchenyi, descendientes de
un conde húngaro y ricos mercaderes en alpiste y cotoperí del Japón, se negaron
a rendirse cuando el comunismo llegó a Hungría. A pesar de la tremenda presión
popular se enconcharon en la casa durante tres años alimentándose sólo con semillas
de girasol; hasta que una tarde, un miliciano borracho los cazó cuando
completamente transformados en canarios volaban hacia el techo de un vecino.
Aquella
era una casa sombría. Llena de salones enormes y sonoros; de pasillos con piso
de madera que crujían al menor movimiento humano. Para colmo, en los baños de
la antigua morada salían fantasmas de gatos. Yo personalmente los vi tres o
cuatro veces. Aparecían de la nada y maullaban desesperados lanzándose sobre
uno cuando estaba sentado de lo más tranquilo. Luego desaparecían de la misma
forma que llegaron. Aún me erizo al recordarlo. Ya más adelante, al igual que
los otros delegados me acostumbré a hacer mis necesidades en grupos de a cinco.
Así nos dábamos coraje y por lo menos lográbamos intimidarlos.
En
las Oficinas del presidente de la Federación, Piero Purilo, un italiano que
siempre estaba de buen humor, me dio instrucciones detalladas sobre mi trabajo;
por el momento consistían en analizar un nuevo método para quitarse el hipo a
base de agua de batería con champú. Igualmente debería estudiar el incremento
de la tasa de hipo entre los habitantes de Bimbambasá después de la llegada a
ese sitio de un surafricano que fabricaba betún con piel humana del país vecino.
Ese
mismo día conocí a mis compañeros de trabajo. Había dos etíopes, un senegalés,
tres rusos, seis chinos, un hindú, dos franceses, una finlandesa y varios
secretarios de distintas nacionalidades. Almorzamos con esa cordialidad con la
que se recibe a la gente que aún no se conoce, y luego del trabajo me fui con
el secretario guatemalteco y el colombiano a disfrutar de la dulce vida del
vino, los violines y las mujeres de Budapest. Algo que jamás sospecharán los
que piensan que en el comunismo para las élites todo es sucio, opaco y
abandonado.
Sin
darnos cuenta, la noche se coló con disimulo entre las notas tristes de los
gitanos y las risas alegres de las húngaras. En el verano es su forma de engañar a
los viajeros desprevenidos llegados de otras latitudes. Así se aproximó
intempestivamente la hora de mi esperada cita.
Como
era muy difícil convencer a mis amigos por otros medios, simulé un terrible
dolor de biliotis, * y colocándome un pañuelo fuertemente apretado en lo que
sería el urco,** me fui caminando del Bar Pipaks, donde disfrutábamos de los
encantos femeninos, hacia un taxi que me llevara a la calle Denko, el punto de
la reunión.
El
lugar donde se organizaban los ataques terroristas importantes, el regalo de la vieja Europa al resto del planeta,
estaba situado en una pequeña fábrica privada de corbatas- Conforme lo
acordado, allí me esperaban Víctor
Farkas y dos altos miembros del comando supremo de La Tropa de la Muerte, la
empresa de sabotaje y terrorismo más poderosa del mundo, temida incluso, en los
países comunistas, en donde sólo pronunciar su nombre podría significar una
ejecución sumaria.
La
entrada al pequeño local donde Bela Monard tenía su fábrica privada de corbatas
era un pasadizo semi oculto que conducía a una puerta de
madera carcomida. Justo en el
momento en que llegué, una familia de termitas tomaba plácidamente su cena de
aserrín en la fresca noche de verano. Algunas pulgas invitadas brindaban a la
salud del grupo. Las observé con cariño a través de mi pequeña lupa, y después
de despedirme y desearles lo mejor, toqué a la puerta con suavidad para no
asustarlas.
Un
viejo alto, de facciones agónicas y con la huella característica de esa gente a
las que sólo les quedan dos años y tres meses de vida, me abrió la puerta. Hizo
señas para que pasara, y despidiéndose de los que estaban adentro se retiró por
donde yo había llegado. En el salón estaban tres hombres. Al instante pude
reconocer a Farkas. Sentado a su derecha estaba un sueco de mirada helada cuya
presencia me produjo escalofríos. Era Olsen Rokelborg, el jefe de suministros
de La Tropa de la Muerte, recién llegaba de Bagdad en donde tenía su oficina
principal. De él se decía que era uno de los hombres más fríos y feroces que
tenía el movimiento terrorista. Se comía a los judíos crudos en sus frecuentes
incursiones a las granjas colectivas de Israel a las que entraban para robarse
los tomates. El tercer hombre era Linka, un checo de larga barba con la cual
acostumbraba arroparse el cuello como si fuera una bufanda. Linka era más
conocido en los bajos fondos del terror con el nombre de comandante Furia, por
sus ataques de histeria cuando no le prendían las mechas de las bombas.
Ante
el ofrecimiento de Farkas, poco amable aunque de una cordialidad muy fuera de
lo común, me dirigí hacia un pequeño sillón desocupado. Miré a ver si no tenía
una tachuela, *** y me senté.
-Bien
–inició Farkas- estábamos impacientes por su llegada. ¿Fue Ud. quien abrió los
depósitos de roquefort en París?
-Sí
–le respondí.
-Lo
felicito camarada. No todo el mundo se habría atrevido a una acción tan audaz,
sobre todo en el verano. Pero vayamos a lo nuestro. Su antecesor, Mario
Oliveira fue detenido hace tres meses por Scotland Yard cuando trató de
quemarle el sombrero a la Reina Isabel. Esto es un delito grave en Inglaterra y
seguro que sus huesos se pudrirán en la torre de Londres. Para nosotros es
urgente un sustituto; ya sabemos de sus actividades en Caracas. ¿Entrenaba
gente en explosivos? ¿No es cierto?
-Si
–dije mientras miraba con cuidado si no le habían serruchado las patas traseras
a la silla. También se asignaron otras
tareas. Soy el responsable de las quemazones de Sears, del asalto a seis
bancos...
-¿Fue
grande el botín? –interrumpió Linka abriendo los ojos con codicia.
-No,
sólo disloqué las computadoras y les aumenté los intereses a todas las cuentas
de ahorro popular. El asalto lo hacían los bancos, que pagaban el cuatro por
ciento por los ahorros de la gente y luego les cobraban a ellos mismos el trece por ciento por prestarles el
dinero.
Olsen
Rokelborg, que me miraba con su característica frialdad nórdica me hizo
estornudar. Me llevé las manos al saco subiéndome las solapas. La sangre fría
de aquel hombre helaba cada vez más el pequeño cuarto.
Fue
el checo quien siguió hablando.
-¿Sabes
por qué te contratamos?
Lo
miré con interés, y respondí:
-Bueno,
en realidad vi el anuncio en “El Imparcial” de Bogotá, decía: “Se solicita
terrorista para trabajar tiempo completo. Indispensable bombas propias”, El me
llevó al encargado de negocios ruso
en Bucaramanga que
me dio el
puesto sin muchas explicaciones.
Dijo que Uds. me informarían los detalles.
El
helado rostro de Rokelborg hizo un gesto como de sonrisa y empezó a cubrirse de
una ligera escarcha. Los otros hombres también sintieron los efectos y se
abrigaron con disimulo.
Farkas
se paró, y dando unos pasos hacia la mesa de corte de corbatas preguntó:
-¿Estás
dispuesto a pelear hasta la muerte?
-¿Cuál
muerte? –interrogué.
Los
tres terroristas se miraron a la cara. Rokelborg se puso más frío haciendo que
unos copitos de nieve se desplomaran desde el techo. Me imaginé que si eso era
en el verano, como sería tener que hablar con ese tipo en el invierno.
-Vamos
camarada, esa me parece una pregunta tonta, aquí no se puede hablar de más
muerte que la suya.
-¿Son
ustedes miembros de partidos comunistas o de su funeraria? –pregunté.
-Algunos,
pero nuestros partidos no saben que somos miembros de La Tropa de la Muerte. Es
más, si el gobierno húngaro supiera de esta reunión ahora estaríamos todos en
la cárcel. Somos revolucionarios independientes, gente progresista que es capaz
de volar un puente o envenenar una represa con tal de desarticular de una
manera rápida y humanitaria la estructura capitalista.
-¿Cuánto
se me pagará? –inquirí de nuevo.
Farkas
me miró con cierta malicia turca.
-Sabe
que los revolucionarios no cobran.
-Sí
–los reventé- pero el dinero no es para mí, es para mi club de boy scouts, se
los había prometido.
-Está
bien –interrumpió Linka- se te pagará por cada acción, pero te retendremos el
impuesto sobre la renta. La nueva ley nos considera agentes de retención y
podríamos ser multados.
-Quiero
que la paga sea en dólares –repliqué.
-¡Dólares!
-Sí
–insistí- quiero asquerosos dólares.
Esta
vez Farkas tomó la palabra para suavizar la tensión.
-Te
pagaremos parte en dólares, pero parte en especie, ¿te parece?
Los
miré a los tres, pero Rokelborg con su rostro impávido y gélido ya había vuelto
aquel lugar una nevera. Todos tiritábamos y el ambiente además de frío se
volvía irrespirable por lo congelado de la atmósfera.
-Vamos
hombre –insistió Linka- acepta, te daremos en parte de pago filetes de lenguado
y discos de Boby Capó, ¿te interesa?
Aquella
oferta me parecía tentadora. No pude disimular la emoción por los discos de
Boby Capó y acepté de una sola vez.
-Okey,
acepto. Este es el número de mi cuenta secreta en Suiza. Es en la Unión de
Banques Suisses, en Ginebra.
Diciendo
esto les extendí un papel en blanco, en el cual en algún sitio tenía escrito en
tinta invisible el número de mi cuenta.
-¿Te
enviamos allí el lenguado? –preguntó Linka.
-No,
los dólares asquerosos, el lenguado me lo enviarán al restaurante “La Ostra
Gozona”, en Funchal, allí tengo mi cuenta de lenguado, en cuanto a los discos
de Boby Capó ya les avisaré, ahora quiero que me suministren el material de
trabajo y hablemos de la acción.
-Bueno,
sobre esto es mejor que hable Rokelborg –dijo Farkas.
El
sueco no se movió. Ya se había transformado prácticamente en un témpano de
hielo. Por primera vez abrió la boca en la reunión. Apenas lo hizo, un
viento helado nos inundó la cara. Nunca había visto a alguien que tuviera tanta
sangre fría.
Habló
en inglés con acento Linguaphone.
-¿Qué
necesitas?
-Primeramente,
hidrógeno...
-
¡Qué! –dijeron sorprendidos.
-Sí,
hidrógeno. Estoy trabajando con una bomba de doble efecto retardado. Después de
la primera explosión, cuando llega la policía, las ambulancias y el poco de
curiosos, estalla la segunda explosión que acaba de una vez con todos.
Los
tres hombres no pudieron ocultar el placer que les dio imaginarse la cara de
sorpresa en las víctimas de la segunda explosión. En sus rostros se reflejaba
la satisfacción de estar frente a un terrorista nato. Despiadado. Capaz de
producir sorpresas e innovaciones para destruir aquello que era necesario
borrar de la faz de la tierra.
-Lo
tendrás –dijo Farkas- claro que lo tendrás muchacho.
Seguí.
-También
quiero un revólver Tokarev 7.62 con dos mil balas explosivas, una bazuca de
bolsillo, un puñal oxidado en ácido muriático, veinte tipos de venenos variados
y un juego de preparar cocteles, diez cajas de granadas, una licuadora
Moulinex, veinte kilos de pólvora, ah, y un saco de piedrecitas blancas del río
para dejar huellas en el bosque en un caso de emergencia.
Rokelborg
me miró y dijo:
Lo
recibirá todo a partir de mañana. Le llegará en latas de calamares rellenos.
Sólo que, para no despertar sospechas del gobierno húngaro, el hidrógeno se lo
enviaremos dentro de su agua. Sáquele usted mismo el oxígeno. Sobre la pólvora
creo que mejor lo resuelve Farkas.
Farkas
se paró con elegancia de la silla. Se aproximó a la mesa y extendiendo un mapa
explicó:
-Tendrás
que recogerla en Rumania. Dentro de poco la Federación te enviará allá para
estudiar el caso de una epidemia de hipo entre vampiros. Tienen el problema de
que como sólo se quita tomando varios vasos de sangre sin respirar, están
diezmando la población de Transilvania. Aprovecharás el viaje para obtener la
pólvora en Mamaía. Ese es un balneario rumano en el Mar Negro. Allí hay un
hombre nuestro que vende helados en un carrito. Pídele uno de cebolla, es la
contraseña, él te dará los sacos de pólvora. A tu regreso prepararemos la
primera misión para occidente.
-¿Tienes
una mascota? –preguntó Linka.
-No
–respondí- ¿es necesario?
Los
tres jefes se miraron con cierta suspicacia que no pude comprender en el
momento.
-No,
pero te podría hacer falta. –Dijo el checo arropándose con la barba.
Prácticamente
la reunión estaba concluida. Los comandantes de La Tropa de La Muerte se
levantaron para retirarse. Hice lo mismo, pero justo en el momento en que me
paré, una pesada lámpara de bronce que colgaba del techo se desprendió cayendo
aparatosamente sobre mi cabeza. En el acto todos rompieron a reír a carcajadas
mientras se retiraban dejándome en el piso. Los malditos se habían salido con
la suya jugándome otra broma pesada en la tradición de los terroristas.
A
las dos horas, un poco recuperado salí del lugar. La calle estaba oscura.
Notaba la ausencia de los avisos luminosos de París, y sólo una que otra
estrella roja en la cúspide de las grandes fábricas daba vida a la ciudad
sumida en el sueño y el reposo de los países rojos. Respiré el aire fresco de
la noche que acusaba la presencia no lejana del otoño, y en busca de un taxi me
fui pensando en el tipo de mascota que necesitaría un hombre como yo.
Al
llegar a la casa, Patricio, estaba de fiesta. Bailaba la bamba en ritmo de
cumbia con tres mujeres al mismo tiempo y una remojándose en la tina. Me invitó
a que me incorporara al baile, pero ya
yo estaba muy cansado. Preferí meterme en la bañera y me puse a hacer burbujas
con Judith, creo que ese fue el nombre que me dijo tener la que me prestó
advirtiéndome que se la devolviera en buen estado.
Así
pasaron dos semanas en Budapest. Judith, que le había cogido gusto a jugar con
las burbujas y a mi manera cariñosa de enjabonarla, decidió quedarse a vivir en
la bañera. Yo mientras tanto esperaba. Primero la lenta y olorosa llegada de
los calamares en que iban entrando camuflados todos mis materiales de trabajo,
y después, la orden de la Federación para que saliera a combatir el caso de
hipo endémico en Transilvania.
En
las tardes empecé a conocer aquella ciudad, cuyos encantos poco a poco me
fueron borrando la impresión negativa que me produjo el primer contraste con
París. En ella existen monumentos de tal belleza que justifican ampliamente el
apodo de “La Reina del Danubio” que le puso Kant. **** . Allí, a orillas del
inmenso río se levantaba el parlamento, una pieza maestra del barroco que con
su estrella roja en la cima más alta de las torres se renueva ajustándose constantemente
a la lenta marcha de la historia. Del otro lado del río está el Bastión de los
Pescadores, paseo parasitario de los antiguos reyes que desde las colinas de
Buda fotografía la ciudad. Y los puentes. Inmensos y hermosos; diez increíbles
estructuras de acero, concreto y sudor que unen la ciudad de Pest con la de
Buda para sintetizarlas en la fabulosa Budapest.
En
las noches, para los que no tenían que trabajar por turnos, eran los violines y
las comidas exquisitas acompañadas del Egri Bikaver o los dulces Tokai de las alturas
del Balatón. Lamentablemente, en mi trabajo simulado malgastaba las mañanas en
vacuas discusiones en el
seno del Buró de la Federación. Allí los chinos y los rusos se
enfrascaban en cerradas polémicas sobre las causas del hipo, acusándose
mutuamente de revisionistas por el enfoque que le daba el otro. Para no oírlos
utilizaba varios sistemas, desde el clásico taponcito en los oídos, hasta
esconderme en un viejo escaparate para jugar metra con las empleadas húngaras
del organismo. Entre otros procedimientos ensayé un método para dormir con los
ojos abiertos, el cual me dio gran resultado, porque aunque yo estaba roncando
como un bendito, la gente me hablaba y me hablaba sin parar. Creo que al final
pensaron que era un zombie latinoamericano en trance, porque después de algún
tiempo ya nadie me dirigía la palabra.
El
15 de septiembre me llegó la orden de salir para Transilvania. El pasaje venía
en un sobre manchado de sangre, y había una nota explicativa en la que me
pedían que tratara de detener el ataque de hipo entre los vampiros y detuviera
de cualquier forma aquella terrible bacanal de hemoglobina.
* Glándula
de difícil localización, que aunque nunca se le ha visto, se cree que regula
los complicados procesos del paso de tango. (N.del A.).
** Músculo atrofiado que sólo se
consigue en los mandriles. (N.del E.).
*** Una broma ya clásica entre
los terroristas que se conocen por primera vez. (N.del E.).
**** Realmente Kant nunca estuvo en Budapest, pero sin duda que debe haber
sido la intención del autor usar esa referencia para darle más profundidad al
texto. (N.del E.).