martes, 26 de marzo de 2024



EL TERRORISTA


 



Por OTROVA GOMAS 

 

ADAGIO MA NON TROPPO   

 

 

           El vuelo de París a Budapest, ruta que habría de transitar múltiples veces, pasa sobre Luxemburgo, hace escala en Frankfurt, y después de sobrevolar Núremberg y Viena entra en territorio húngaro por Györ, la frontera del oeste donde se levanta la temible cortina de hierro que la separa del capitalismo. Cada vez que se acerca un avión del bloque comunista, ésta se abre pesadamente para darle paso y luego se cierra con la misma lentitud.

           El avión era un viejo Iluschin remendado con teipe y chicle en las roturas del asiento y en las paletas de las alas. A pesar de la pobreza de medios era un buen trabajo. Indudablemente realizado con gran fervor revolucionario y una óptima economía de recursos conforme a lo pautado en la segunda sección de la reforma al plan quinquenal del estado húngaro.

           Algo que me sorprendió cuando estaba en el aparato fue encontrar que también allí había primera clase. Aquello me molestaba. No podía entender la razón de esa discriminación en un avión cuyos papeles de propiedad decían que era de la clase obrera. En gesto de disconformidad, me negué rotundamente a enderezar el asiento y abrocharme el cinturón durante todo el vuelo a pesar de los ruegos de la aeromoza. Cada vez que me lo abrochaban a la fuerza, yo en el acto me lo desabrochaba; hasta que al final se cansaron y dijeron que hiciera como me diera la gana.

           Para acentuar el marco de mi descontento, aproveché que el vidrio de mi ventana tenía un huequito y escupía cada vez que pasábamos sobre las grandes ciudades de la ruta. Al sobrevolar Viena, además lancé varias peloticas de pan y pedazos de pastel de jabalí que me sobraron de la comida. Así no sólo me vengaba de la actitud discriminatoria de la línea, a la que seguramente le reclamarían por bombardear ciudades en tiempos de paz, sino que en cierta forma, golpeaba los bastiones más minados de la aristocracia al sembrar el caos y el desconcierto con la lluvia de pastel de jabalí.

           A las cuatro horas de haber salido de Le Bourget el avión descendió con suavidad en la pista del modesto aeropuerto húngaro. En las oficinas de inmigración me esperaba una visa especial. Aun cuando mis verdaderas actividades estarían secretamente al servicio de la organización neo-terrorista La Tropa de la Muerte, oficialmente yo venía como delegado permanente de la Federación Mundial de Solidaridad, un organismo de fines humanitarios con sede en Budapest, el cual se ocupaba, entre otras cosas, de la clasificación de las formas de hipo y de los métodos realmente serios que existen para mitigar ese terrible flagelo. Toda la información que obteníamos, era publicada en un boletín que se vendía por un dólar en los países occidentales bajo el título: ”Hipo´s Magazine” y en el cual, si alguien tomaba el trabajo de leerlo al revés, encontraría información en clave para revolucionarios de todas las edades alrededor del mundo.

           Al salir de las oficinas de la aduana se me aproximó un joven pequeño y bastante delgado. Mostraba un alto grado de miopía, que le obligaba a usar dos pares de anteojos por la imposibilidad de fabricarse un cristal tan grueso. Era Carlos Soto el representante de Guatemala en la Federación. De origen y familia burguesa, era no obstante, un comunista rabioso que odiaba al padre y a la madre por haberlo traído al mundo en una época tan confusa.

           Después de mirarme a través de sus cuatro lentes, se me acercó con timidez y preguntó:

           - ¿Tú eres el delegado venezolano?

           -Sí –le respondí- ¿Y tú?

           -Yo no, soy el guatemalteco; bienvenido a Hungría. Vamos al carro, te estábamos esperando.

           Un enorme Tatra negro con chofer nos aguardaba. Adentro estaba Ergic, la cajera del organismo y amante de Soto. Ella detalló mis ropas con cuidado como hacen las mujeres socialistas cuando se enfrentan a un recién llegado de occidente, después me saludó en un francés de tercera, pero adornado con la mejor de todas sus sonrisas.

           Nos metimos en el coche, y éste se desplazó raudo por la larga autopista que conduce hacia Ulöi Utca, ruta obligatoria hacia el palpitante corazón de la ciudad.

 

           Cuando se viene del brillo y ese lujo frontal del capitalismo, de las calles sembradas de llamativos anuncios publicitarios; de los autos y mujeres refulgentes, y de esas vitrinas llenas de trapos y peroles con los que se amamanta el consumismo, la primera impresión que se tiene al llegar a un país socialista es violenta. Todo se ve opaco, sucio y abandonado; tal vez porque todo sea opaco, sucio y abandonado. Pero esa impresión es mayor cuando en el país se habla una lengua extraña a los latinos. Los caracteres o palabras incomprensibles producen una honda sensación de temor, de aislamiento y de misterio que le han fracturado la ideología a más de un revolucionario no preparado históricamente para el impacto. Algo que me afectaba al comienzo fue ver a la mayoría de la gente uniformada con trajes grises y que en ese tiempo eran de una pobreza para mí desagradable. Igualmente me chocó el friso abandonado de los edificios, sucio y lleno de huecos de balas. Un recuerdo de los tanques rusos que entraron en 1.956 para contener la contrarrevolución. Algunos de esos huecos eran tan profundos que servían como sistema de ventilación de la casa en verano, y de refugio a los pájaros que hacían en ellos sus nidos del invierno.

           En el auto, el guatemalteco me explicó que me esperaba desde hacía días. Cambiamos impresiones sobre distintos tópicos y me manifestó que antes de llevarme a la casa iríamos a la embajada de Cuba. En ese momento los latinoamericanos celebraban un nuevo aniversario del 26 de julio.

           Mi recibimiento en la embajada fue realmente halagador. Me esperaban con alegría. Por una parte los miembros de la Federación Mundial de Solidaridad, y por otra, un hombre de rasgos tartáricos, que sentado en la parte trasera del patio, sonrió al verme y se quedó sin quitarme los ojos ni un minuto durante toda la velada. Era Víctor Farkas, el jefe supremo de La Tropa de la Muerte, quien ya estaba enterado de la exitosa misión del Louvre así como de mis antecedentes terroristas.

           La alegría era razonable. Yo llegaba de un pueblo enfrascado en la guerrilla, y esto en un país socialista hace que los dirigentes políticos se desborden en las manifestaciones de aprecio y solidaridad con los recién llegados del frente de batalla. En esos días los revolucionarios venezolanos habíamos dado golpes sorprendentes que erizaban a los más osados y veteranos combatientes de la guerra popular. Pero a mí aquello no dejaba de resultar incómodo. Aunque yo había participado activamente en distintas etapas de la lucha, enfrentándome a las balas desde la primera fila en las manifestaciones y entrenando en explosivos a decenas de combatientes que tomaron el duro camino de los montes, no me gustaba que celebraran en mi persona los méritos ajenos. Con esa reserva, en un gesto de cortesía me rebosé de sonrisas, pero ofrecí a los invitados la menor cantidad de noticias que tenía disponibles sobre la revolución en la lejana patria.

           Farkas, desde el extremo del salón, sin hablar con nadie seguía firme en observar mis gestos y reacciones. De pronto se levantó del asiento, y antes de irse del lugar, se me acercó con disimulo entregándome un huevito de codorniz.

-Ábralo- me dijo con una voz cavernosa y tonos bajos –pero no lo fría-

 Al hacerlo me sorprendió. En su interior, en vez de amarillo encontré un trozo de papel en el que se leía claramente una dirección. Me comí el papel, y como si no hubiera pasado nada me guardé la clara en el bolsillo con cierto disimulo.

           Lamentablemente al poco rato sufrí mi primera situación desagradable en el mundo comunista. Viendo que una bella mujer brindaba en español con unos camaradas, le dije al guatemalteco:

           -Oye, ¿quién es esa mujer tan buena?

           Él me miró tras sus dos anteojos, y con un gesto que jamás he podido definir, se quitó un par de ellos contestando secamente.

           -Es Lyuba, mi mujer.

           Quise disimular, pero ya las cosas habían ido demasiado lejos. Temeroso de tener que enfrascarme en un duelo desigual, preferí separarme de él haciéndole creer que yo era el ofendido. Y con la cara de lo más seria me dirigí hacia donde estaban las esposas de otros compañeros, aprovechando que en ese momento rodeaban entre risas al embajador.

           El embajador de Cuba en Hungría era todo un personaje. Siendo rico en rima, se ganó el aprecio de los intelectuales de izquierda durante la época de Batista, porque en la clandestinidad les regalaba versos a los poetas pobres ayudándolos a superar sus dificultades para versificar. Sólo tenía el inconveniente de que era muy nervioso. Se comía las uñas con una voracidad que nunca antes había visto. Después de engullirse la parte calcárea y el pellejo, se desollaba los dedos mordisqueándose la carne hasta que le salía sangre. Era famoso en los medios diplomáticos porque cada vez que en las recepciones pasaban la bandeja de camarones con salsa rosada, él con mucho disimulo metía la punta de los dedos en la salsa para así condimentar su incontrolable vicio. Según se rumoreaba era un gran revolucionario, pero Fidel lo había mandado al extranjero porque en las asambleas del partido no sólo se comía las uñas propias, sino que le mordisqueaba los dedos a los compañeros más próximos creando un verdadero foco de tensión en las sesiones. Para mí lo que había detrás de todo esto era un tremendo peso de conciencia por su origen burgués, y en el fondo tenía miedo de que lo enviaran a los cañaverales para vincularlo al pueblo.

           Con toda su imperfección nos hicimos grandes amigos, sólo que siempre tuve el cuidado de meterme las manos en los bolsillos cuando empezábamos a hablar.

 

           Terminada la fiesta los latinoamericanos más ligados me llevaron al apartamento que sería mi residencia. Estaba en el tercer piso de un mísero caserón situado en Köfaragó Utca, cerca de la famosa Lenín Kërut, y el cual habría de compartir con uno de los vicepresidentes de la Federación Mundial, un chileno llamado Patricio Marín, hombre simpático y sumamente locuaz, que temeroso de la llegada intempestiva de la muerte se había dedicado de lleno a las mujeres.

           La vida disipada de aquel personaje de las novelas de Dickens la expiaba políticamente con las maniobras que realizaba en la sede de la organización para ponerla bajo el control de los soviéticos. Como llevaba seis años en el sitio hablaba bastante bien el húngaro, cosa por demás meritoria si se considera que esta lengua, semejante sólo al finlandés y al vasco tardío, apenas la hablan correctamente en todo el mundo dos personas, las cuales, por serias discrepancias gramaticales hace mucho que no se dirigen la palabra.

           Esa noche, después de largas pláticas llenas de consejos e informaciones, ordené mi cuarto para complacer un viejo ruego e mi madre e hice las listas con las cosas que necesitaba de inmediato; en una escrita, anoté aquello que me sería indispensable en el lugar, y en la otra, mentalmente pensé en los materiales y explosivos que requería para operar en bases extranjeras.

           A la mañana siguiente me levanté temprano. Mi primer día en la ciudad estaba muy cargado. Debía hacer las compras, además, ir a las oficinas de la Federación para recibir el cargo y las explicaciones inherentes a ese trabajo. En la noche, a las diez, en la dirección que me dieron en el huevo de codorniz, se llevaría a cabo la esperada reunión con Farkas para trazar cuidadosamente mi programa destructivo.

 

 

           La Federación Mundial de Solidaridad en esa época estaba en Benczur Utca. Era una enorme y vieja mansión de cuatro pisos bastantes destartalados que se hallaba en uno de los barros más aristocráticos de la ciudad en la época anterior a la revolución. Se decía que sus anteriores dueños, los Széchenyi, descendientes de un conde húngaro y ricos mercaderes en alpiste y cotoperí del Japón, se negaron a rendirse cuando el comunismo llegó a Hungría. A pesar de la tremenda presión popular se enconcharon en la casa durante tres años alimentándose sólo con semillas de girasol; hasta que una tarde, un miliciano borracho los cazó cuando completamente transformados en canarios volaban hacia el techo de un vecino.

           Aquella era una casa sombría. Llena de salones enormes y sonoros; de pasillos con piso de madera que crujían al menor movimiento humano. Para colmo, en los baños de la antigua morada salían fantasmas de gatos. Yo personalmente los vi tres o cuatro veces. Aparecían de la nada y maullaban desesperados lanzándose sobre uno cuando estaba sentado de lo más tranquilo. Luego desaparecían de la misma forma que llegaron. Aún me erizo al recordarlo. Ya más adelante, al igual que los otros delegados me acostumbré a hacer mis necesidades en grupos de a cinco. Así nos dábamos coraje y por lo menos lográbamos intimidarlos.

           En las Oficinas del presidente de la Federación, Piero Purilo, un italiano que siempre estaba de buen humor, me dio instrucciones detalladas sobre mi trabajo; por el momento consistían en analizar un nuevo método para quitarse el hipo a base de agua de batería con champú. Igualmente debería estudiar el incremento de la tasa de hipo entre los habitantes de Bimbambasá después de la llegada a ese sitio de un surafricano que fabricaba betún con piel humana del país vecino.

           Ese mismo día conocí a mis compañeros de trabajo. Había dos etíopes, un senegalés, tres rusos, seis chinos, un hindú, dos franceses, una finlandesa y varios secretarios de distintas nacionalidades. Almorzamos con esa cordialidad con la que se recibe a la gente que aún no se conoce, y luego del trabajo me fui con el secretario guatemalteco y el colombiano a disfrutar de la dulce vida del vino, los violines y las mujeres de Budapest. Algo que jamás sospecharán los que piensan que en el comunismo para las élites todo es sucio, opaco y abandonado.

           Sin darnos cuenta, la noche se coló con disimulo entre las notas tristes de los gitanos y las risas alegres de las húngaras. En el verano es su forma de engañar a los viajeros desprevenidos llegados de otras latitudes. Así se aproximó intempestivamente la hora de mi esperada cita.

           Como era muy difícil convencer a mis amigos por otros medios, simulé un terrible dolor de biliotis, * y colocándome un pañuelo fuertemente apretado en lo que sería el urco,** me fui caminando del Bar Pipaks, donde disfrutábamos de los encantos femeninos, hacia un taxi que me llevara a la calle Denko, el punto de la reunión.

           El lugar donde se organizaban los ataques terroristas importantes, el regalo  de la vieja Europa al resto del planeta, estaba situado en una pequeña fábrica privada de corbatas- Conforme lo acordado, allí  me esperaban Víctor Farkas y dos altos miembros del comando supremo de La Tropa de la Muerte, la empresa de sabotaje y terrorismo más poderosa del mundo, temida incluso, en los países comunistas, en donde sólo pronunciar su nombre podría significar una ejecución sumaria.

           La entrada al pequeño local donde Bela Monard tenía su fábrica privada de corbatas era un pasadizo semi oculto que conducía a una puerta  de  madera  carcomida. Justo en el momento en que llegué, una familia de termitas tomaba plácidamente su cena de aserrín en la fresca noche de verano. Algunas pulgas invitadas brindaban a la salud del grupo. Las observé con cariño a través de mi pequeña lupa, y después de despedirme y desearles lo mejor, toqué a la puerta con suavidad para no asustarlas.

           Un viejo alto, de facciones agónicas y con la huella característica de esa gente a las que sólo les quedan dos años y tres meses de vida, me abrió la puerta. Hizo señas para que pasara, y despidiéndose de los que estaban adentro se retiró por donde yo había llegado. En el salón estaban tres hombres. Al instante pude reconocer a Farkas. Sentado a su derecha estaba un sueco de mirada helada cuya presencia me produjo escalofríos. Era Olsen Rokelborg, el jefe de suministros de La Tropa de la Muerte, recién llegaba de Bagdad en donde tenía su oficina principal. De él se decía que era uno de los hombres más fríos y feroces que tenía el movimiento terrorista. Se comía a los judíos crudos en sus frecuentes incursiones a las granjas colectivas de Israel a las que entraban para robarse los tomates. El tercer hombre era Linka, un checo de larga barba con la cual acostumbraba arroparse el cuello como si fuera una bufanda. Linka era más conocido en los bajos fondos del terror con el nombre de comandante Furia, por sus ataques de histeria cuando no le prendían las mechas de las bombas.

           Ante el ofrecimiento de Farkas, poco amable aunque de una cordialidad muy fuera de lo común, me dirigí hacia un pequeño sillón desocupado. Miré a ver si no tenía una tachuela, *** y me senté.

           -Bien –inició Farkas- estábamos impacientes por su llegada. ¿Fue Ud. quien abrió los depósitos de roquefort en París?

           -Sí –le respondí.

           -Lo felicito camarada. No todo el mundo se habría atrevido a una acción tan audaz, sobre todo en el verano. Pero vayamos a lo nuestro. Su antecesor, Mario Oliveira fue detenido hace tres meses por Scotland Yard cuando trató de quemarle el sombrero a la Reina Isabel. Esto es un delito grave en Inglaterra y seguro que sus huesos se pudrirán en la torre de Londres. Para nosotros es urgente un sustituto; ya sabemos de sus actividades en Caracas. ¿Entrenaba gente en explosivos? ¿No es cierto?

           -Si –dije mientras miraba con cuidado si no le habían serruchado las patas traseras a la silla.  También se asignaron otras tareas. Soy el responsable de las quemazones de Sears, del asalto a seis bancos...

           -¿Fue grande el botín? –interrumpió Linka abriendo los ojos con codicia.

           -No, sólo disloqué las computadoras y les aumenté los intereses a todas las cuentas de ahorro popular. El asalto lo hacían los bancos, que pagaban el cuatro por ciento por los ahorros de la gente y luego les cobraban a ellos  mismos el trece por ciento por prestarles el dinero.

           Olsen Rokelborg, que me miraba con su característica frialdad nórdica me hizo estornudar. Me llevé las manos al saco subiéndome las solapas. La sangre fría de aquel hombre helaba cada vez más el pequeño cuarto.

           Fue el checo quien siguió hablando.

           -¿Sabes por qué te contratamos?

           Lo miré con interés, y respondí:

           -Bueno, en realidad vi el anuncio en “El Imparcial” de Bogotá, decía: “Se solicita terrorista para trabajar tiempo completo. Indispensable bombas propias”, El me llevó al encargado de  negocios  ruso  en  Bucaramanga   que   me  dio  el  puesto  sin muchas explicaciones. Dijo que Uds. me informarían los detalles.

           El helado rostro de Rokelborg hizo un gesto como de sonrisa y empezó a cubrirse de una ligera escarcha. Los otros hombres también sintieron los efectos y se abrigaron con disimulo.

           Farkas se paró, y dando unos pasos hacia la mesa de corte de corbatas preguntó:

           -¿Estás dispuesto a pelear hasta la muerte?

           -¿Cuál muerte? –interrogué.

           Los tres terroristas se miraron a la cara. Rokelborg se puso más frío haciendo que unos copitos de nieve se desplomaran desde el techo. Me imaginé que si eso era en el verano, como sería tener que hablar con ese tipo en el invierno.

           -Vamos camarada, esa me parece una pregunta tonta, aquí no se puede hablar de más muerte que la suya.

           -¿Son ustedes miembros de partidos comunistas o de su funeraria? –pregunté.

           -Algunos, pero nuestros partidos no saben que somos miembros de La Tropa de la Muerte. Es más, si el gobierno húngaro supiera de esta reunión ahora estaríamos todos en la cárcel. Somos revolucionarios independientes, gente progresista que es capaz de volar un puente o envenenar una represa con tal de desarticular de una manera rápida y humanitaria la estructura capitalista.

           -¿Cuánto se me pagará? –inquirí de nuevo.

           Farkas me miró con cierta malicia turca.

           -Sabe que los revolucionarios no cobran.

           -Sí –los reventé- pero el dinero no es para mí, es para mi club de boy scouts, se los había prometido.

           -Está bien –interrumpió Linka- se te pagará por cada acción, pero te retendremos el impuesto sobre la renta. La nueva ley nos considera agentes de retención y podríamos ser multados.

           -Quiero que la paga sea en dólares –repliqué.

           -¡Dólares!

           -Sí –insistí- quiero asquerosos dólares.

           Esta vez Farkas tomó la palabra para suavizar la tensión.

           -Te pagaremos parte en dólares, pero parte en especie, ¿te parece?

           Los miré a los tres, pero Rokelborg con su rostro impávido y gélido ya había vuelto aquel lugar una nevera. Todos tiritábamos y el ambiente además de frío se volvía irrespirable por lo congelado de la atmósfera.

           -Vamos hombre –insistió Linka- acepta, te daremos en parte de pago filetes de lenguado y discos de Boby Capó, ¿te interesa?

           Aquella oferta me parecía tentadora. No pude disimular la emoción por los discos de Boby Capó y acepté de una sola vez.

           -Okey, acepto. Este es el número de mi cuenta secreta en Suiza. Es en la Unión de Banques Suisses, en Ginebra.

           Diciendo esto les extendí un papel en blanco, en el cual en algún sitio tenía escrito en tinta invisible el número de mi cuenta.

           -¿Te enviamos allí el lenguado? –preguntó Linka.

           -No, los dólares asquerosos, el lenguado me lo enviarán al restaurante “La Ostra Gozona”, en Funchal, allí tengo mi cuenta de lenguado, en cuanto a los discos de Boby Capó ya les avisaré, ahora quiero que me suministren el material de trabajo y hablemos de la acción.

           -Bueno, sobre esto es mejor que hable Rokelborg –dijo Farkas.

           El sueco no se movió. Ya se había transformado prácticamente en un témpano de hielo. Por primera vez abrió la boca en la reunión. Apenas lo hizo, un viento helado nos inundó la cara. Nunca había visto a alguien que tuviera tanta sangre fría.

           Habló en inglés con acento Linguaphone.

           -¿Qué necesitas?

           -Primeramente, hidrógeno...

           - ¡Qué! –dijeron sorprendidos.

           -Sí, hidrógeno. Estoy trabajando con una bomba de doble efecto retardado. Después de la primera explosión, cuando llega la policía, las ambulancias y el poco de curiosos, estalla la segunda explosión que acaba de una vez con todos.

           Los tres hombres no pudieron ocultar el placer que les dio imaginarse la cara de sorpresa en las víctimas de la segunda explosión. En sus rostros se reflejaba la satisfacción de estar frente a un terrorista nato. Despiadado. Capaz de producir sorpresas e innovaciones para destruir aquello que era necesario borrar de la faz de la tierra.

           -Lo tendrás –dijo Farkas- claro que lo tendrás muchacho.

           Seguí.

           -También quiero un revólver Tokarev 7.62 con dos mil balas explosivas, una bazuca de bolsillo, un puñal oxidado en ácido muriático, veinte tipos de venenos variados y un juego de preparar cocteles, diez cajas de granadas, una licuadora Moulinex, veinte kilos de pólvora, ah, y un saco de piedrecitas blancas del río para dejar huellas en el bosque en un caso de emergencia.

           Rokelborg me miró y dijo:

           Lo recibirá todo a partir de mañana. Le llegará en latas de calamares rellenos. Sólo que, para no despertar sospechas del gobierno húngaro, el hidrógeno se lo enviaremos dentro de su agua. Sáquele usted mismo el oxígeno. Sobre la pólvora creo que mejor lo resuelve Farkas.

           Farkas se paró con elegancia de la silla. Se aproximó a la mesa y extendiendo un mapa explicó:

           -Tendrás que recogerla en Rumania. Dentro de poco la Federación te enviará allá para estudiar el caso de una epidemia de hipo entre vampiros. Tienen el problema de que como sólo se quita tomando varios vasos de sangre sin respirar, están diezmando la población de Transilvania. Aprovecharás el viaje para obtener la pólvora en Mamaía. Ese es un balneario rumano en el Mar Negro. Allí hay un hombre nuestro que vende helados en un carrito. Pídele uno de cebolla, es la contraseña, él te dará los sacos de pólvora. A tu regreso prepararemos la primera misión para occidente.

           -¿Tienes una mascota? –preguntó Linka.

           -No –respondí- ¿es necesario?

           Los tres jefes se miraron con cierta suspicacia que no pude comprender en el momento.

           -No, pero te podría hacer falta. –Dijo el checo arropándose con la barba.

           Prácticamente la reunión estaba concluida. Los comandantes de La Tropa de La Muerte se levantaron para retirarse. Hice lo mismo, pero justo en el momento en que me paré, una pesada lámpara de bronce que colgaba del techo se desprendió cayendo aparatosamente sobre mi cabeza. En el acto todos rompieron a reír a carcajadas mientras se retiraban dejándome en el piso. Los malditos se habían salido con la suya jugándome otra broma pesada en la tradición de los terroristas.

           A las dos horas, un poco recuperado salí del lugar. La calle estaba oscura. Notaba la ausencia de los avisos luminosos de París, y sólo una que otra estrella roja en la cúspide de las grandes fábricas daba vida a la ciudad sumida en el sueño y el reposo de los países rojos. Respiré el aire fresco de la noche que acusaba la presencia no lejana del otoño, y en busca de un taxi me fui pensando en el tipo de mascota que necesitaría un hombre como yo.

           Al llegar a la casa, Patricio, estaba de fiesta. Bailaba la bamba en ritmo de cumbia con tres mujeres al mismo tiempo y una remojándose en la tina. Me invitó a que me incorporara al baile,  pero ya yo estaba muy cansado. Preferí meterme en la bañera y me puse a hacer burbujas con Judith, creo que ese fue el nombre que me dijo tener la que me prestó advirtiéndome que se la devolviera en buen estado.

 

           Así pasaron dos semanas en Budapest. Judith, que le había cogido gusto a jugar con las burbujas y a mi manera cariñosa de enjabonarla, decidió quedarse a vivir en la bañera. Yo mientras tanto esperaba. Primero la lenta y olorosa llegada de los calamares en que iban entrando camuflados todos mis materiales de trabajo, y después, la orden de la Federación para que saliera a combatir el caso de hipo endémico en Transilvania.

           En las tardes empecé a conocer aquella ciudad, cuyos encantos poco a poco me fueron borrando la impresión negativa que me produjo el primer contraste con París. En ella existen monumentos de tal belleza que justifican ampliamente el apodo de “La Reina del Danubio” que le puso Kant. **** . Allí, a orillas del inmenso río se levantaba el parlamento, una pieza maestra del barroco que con su estrella roja en la cima más alta de las torres se renueva ajustándose constantemente a la lenta marcha de la historia. Del otro lado del río está el Bastión de los Pescadores, paseo parasitario de los antiguos reyes que desde las colinas de Buda fotografía la ciudad. Y los puentes. Inmensos y hermosos; diez increíbles estructuras de acero, concreto y sudor que unen la ciudad de Pest con la de Buda para sintetizarlas en la fabulosa Budapest.

           En las noches, para los que no tenían que trabajar por turnos, eran los violines y las comidas exquisitas acompañadas del Egri Bikaver o los dulces Tokai de las alturas del Balatón. Lamentablemente, en mi trabajo simulado malgastaba las mañanas en vacuas discusiones  en   el  seno del Buró de la Federación. Allí los chinos y los rusos se enfrascaban en cerradas polémicas sobre las causas del hipo, acusándose mutuamente de revisionistas por el enfoque que le daba el otro. Para no oírlos utilizaba varios sistemas, desde el clásico taponcito en los oídos, hasta esconderme en un viejo escaparate para jugar metra con las empleadas húngaras del organismo. Entre otros procedimientos ensayé un método para dormir con los ojos abiertos, el cual me dio gran resultado, porque aunque yo estaba roncando como un bendito, la gente me hablaba y me hablaba sin parar. Creo que al final pensaron que era un zombie latinoamericano en trance, porque después de algún tiempo ya nadie me dirigía la palabra.

           El 15 de septiembre me llegó la orden de salir para Transilvania. El pasaje venía en un sobre manchado de sangre, y había una nota explicativa en la que me pedían que tratara de detener el ataque de hipo entre los vampiros y detuviera de cualquier forma aquella terrible bacanal de hemoglobina.

 

 

 *  Glándula de difícil localización, que aunque nunca se le ha visto, se cree que regula los complicados procesos del paso de tango. (N.del A.).

** Músculo atrofiado que sólo se consigue en los mandriles. (N.del E.).

*** Una broma ya clásica entre los terroristas que se conocen por primera vez. (N.del E.).

**** Realmente Kant nunca estuvo en Budapest, pero sin duda que debe haber sido la intención del autor usar esa referencia para darle más profundidad al texto. (N.del E.).

martes, 19 de marzo de 2024

 

EL TERRORISTA

de Otrova Gomas


 

(Redición Digital)

 


 


ANDANTE MODERATO  

 

 

      Eran los últimos días de junio de 1.963 cuando pisé el suelo de Francia por primera vez. En pleno verano europeo el aeropuerto de Orly presentaba un intenso movimiento. La danza intranquila de viajeros bronceados por el sol, tomaban un ritmo nervioso y armónico mientras trataban de atrapar las maletas de la máquina giratoria de equipajes. Después que pasé la repulsiva figura del funcionario de inmigración, con mucho cuidado tomé mi pequeño maletín y me dirigí hacia la zona de control de aduana. La valija que llevaba contenía diez bolsas de harina pan, tres tortas borrachas y siete hallacas. Si el funcionario me consideraba como un latinoamericano más, llegando del lejano continente con provisiones para los compañeros sedientos de añorados platos criollos, no pasaría nada; pero si se le abría el apetito o revisaba cuidadosamente aquel cargamento culinario, descubriría la mercancía mortífera con la cual yo me estaba incorporando al apasionante mundo del terror. Adentro de las bolsas de harina pan venían detonantes de distintas medidas, las tortas borrachas estaban hechas con gelatina explosiva y las hallacas cuidadosamente aliñadas contenían suficiente TNT como para sacar a la superficie dos estaciones del metro de París volviéndolas una inmensa margarita de hierros retorcidos.

           Yo llegaba a la ciudad luz contratado por el encargado de negocios rusos en Bogotá con una misión muy delicada: volar el vidrio de seguridad que protege el cuadro de la Mona Lisa, pintarle bigotes y barbas a la famosa obra y salir corriendo en forma de zigzag para crear la confusión total en el Museo del Louvre; de esta manera, mis compañeros de comando, dos etíopes y un argentino epiléptico podrían volar el almacén principal de Yves Saint Laurent, Rive Gauche, en un acto de sabotaje a la columna vertebral de la moda capitalista, burguesa y decadente. Según análisis de nuestros superiores inmediatos, aquello crearía el desconcierto total en los medios de la alta moda parisina, repercutiendo por igual en las ventas de perfume y la caída del precio de las flores y el llantén, materias primas de esta delicada área económica.

           En el caso de que la operación resultara, yo tendría asegurado un contrato por tres años para aterrorizar alrededor del mundo con todos los gastos pagos, pero si fracasaba, mis huesos se pudrirían en las mazmorras del Louvre. Los siniestros calabozos en donde meten a los que atentan contra las grandes obras del museo, y donde quedan encadenados hasta que pinten un cuadro exactamente igual al que intentaban destruir.

           El aduanero, como buen francés era un hombre ducho en alimentos. Apenas abrió la maleta sintió el olor de la comida.

           -Qu´est?  –ce que c´est? –me preguntó poniendo peligrosamente un dedo sobre la torta borracha.

           -Une bombe –le dije simulando una gracia mientras sonreía para disimular.

           -¿Ce sont de champignon gigant? –preguntó señalando esta vez a una de las hallacas.

           -No, ce sont des petit hallacas –le respondí ya seriamente.

           -¿Ca se mangue?

           -A oui, ¿est-ce que vous voulé?

           No, no mercí –dijo mirándolas con desconfianza. Estaba claro que sólo comía hallacas hechas por su mamá.

           Después me hizo la señal para que siguiera, respiré tranquilizado y tomé el rumbo de la calle. El aire húmedo y pegajoso del verano me golpeó la cara al enfrentarme por primera vez con el cielo azul de Francia. Conforme había sido cuidadosamente planificado, o tal vez por razón de las vacaciones, no había nadie esperándome. Tomé el maletín y me subí al autobús que me llevaría  al corazón de París. La ciudad de los artistas y de la cultura. El Paraíso del roquefort y del camembert. Primera escala en mi larga marcha por los vericuetos de la guerra subterránea. Recuerdo que las sienes me temblaban ante la majestuosidad de la metrópoli. Allí, pacientemente después de tantos siglos me esperaba la Gioconda.

            En el camino aún me rebelaba ante el hecho concreto de mi presencia en París. Me pellizcaba a cada rato para comprobar que no se trataba de un sueño. Desgraciadamente se me escapó uno de los pellizcos y se lo di al señor que tenía en el asiento de al lado, quien enfurecido me devolvió una bofetada. Inmediatamente reaccioné como un terrorista: saqué un taco de dinamita y le puse el detonante dispuesto a volarlo en pedazos, pero logré contenerme a tiempo. Ya llegaría el día en que la clase obrera en el poder pudiera tomar venganza contra los abusos de la gente mayor. Dominado el impulso inicial que me produjo la indignación me limité a cambiar de puesto, y hundido en el asiento me olvidé  de la cachetada para beneficio propio y el de todos los pasajeros.

           Mientras tanto el autobús de Air France se desplazaba lentamente en las colas de la autopista que nos llevaba a la estación de Les Invalides. La temperatura de París en verano es alta.  En los andenes de La Porte d´Italie, algunas amas de casa semidesnudas colocaban huevos, bistecs y panecillos en el piso para que se cocinaran con el asfalto caliente. Una sofisticación más de la vida culinaria francesa. A lo lejos, se veían arder algunos edificios que se prendían por combustión espontánea, mientras el pueblo se aglomeraba alrededor de los restos humeantes de las cocinas en busca de exquisiteces a la parrilla. Pensé para mis adentros en la degradación a la que es capaz de llegar la burguesía en los países desarrollados.

           Un poco temeroso abrí mi maletín para controlar el estado de las hallacas. Temía que el exceso de calor las hiciera explotar antes de llegar a su destino. Pero pude comprobar que se encontraban bien. Las hojas protectoras de cambur titiaro untadas con mondongo de rabipelado que me había dado Marisela, la guerrillera, eran un refrescante de primera para cualquier producto condimentado con nitroglicerina. Me sentí orgulloso de la inventiva de la mujer venezolana y de ser un terrorista al servicio del tercer mundo en la vieja Europa anquilosada.

           Apenas descendí del autobús levanté el brazo en un gesto de saludo y busqué algún rostro conocido. Pero en el acto me acordé de que no conocía a nadie, bajé el brazo y me dirigí hacia un taxi para que me llevara de una vez al Louvre.

            El calor aumentaba peligrosamente. Los cauchos del taxi se derretían de vez en cuando dejando el carro todo empegostado y sin poder moverse del piso hirviente. El chofer furioso, como casi todos los franceses, debía descender continuamente para despegarlos y sustituirlos por el repuesto. Eso hacía que de vez en cuando me mirara con rabia maldiciéndome en su jerga. En mi poco francés comprendí que me odiaba. Me detestaba por inoportuno, por ser el culpable de que tuviera que trabajar en aquel horrible día de verano. Pero también mi paciencia se acercaba a sus límites. Si el hombre volvía a proferir la palabra merde, sacrificaría una de las tortas borrachas y haría volar el taxi. Por suerte una vez más me controlé. Los terroristas estamos entrenados para saber replegarnos cuando el enemigo ataca. Ya tendría ocasión de ajustar cuentas cuando el proletariado afianzado en los aparatos del poder fusilara a todos los taxistas. Esa raza degenerada del movimiento obrero perdida para siempre de sus filas por los efectos irreversibles del monóxido.

           Me limité a esperar a que llegáramos, y apenas me bajé le di un franco de propina, pero se lo lancé a la cara mientras cerré la puerta con tal violencia que del tiro se le abrieron las otras tres y la maleta. El hombre rojo de la ira iba a saltarme encima pero se quedó mudo al ver que yo sacaba del maletín una granada sin espoleta y poniéndosela en la oreja, le dije:

           -Allé, allé, cochón.

           No tuvo otra alternativa que irse como alma que lleva el diablo a la velocidad que le permitieron rodar sus cauchos derretidos.

           En las afueras del Museo del Louvre decidí organizar cuidadosamente mi plan. Como aún faltaban cuatro horas para el momento acordado de la acción, viendo que me sobraba tiempo me metí en una brasserie. Pedí un sándwich de camembert y observé a los lados en busca de alguna mujer hermosa para alejarme de ella. Como todo el mundo sabe, las mujeres hermosas son la perdición de los hombres y por lo menos ese día yo no podía correr el riesgo. Notado que allí el camembert  ta barato, pedí dos, y metí entre los pedazos de queso un pan. Sabía que jamás podría darme ese lujo en Caracas. No se me olvidaría nunca, que esa tarde le envié una postal al dueño de una delicatess de Chacaito en donde le escribí la palabra “ladrón” hasta por el lado del paisaje.

           Ya con el estómago lleno y mucho más reposado, determiné que mi problema estratégico fundamental era introducir en el museo la bomba para romper el vidrio de seguridad de la Mona Lisa. Por uno de esos arcaicos reglamentos franceses, está terminantemente prohibido introducir en los museos de ese país cámaras de foto, explosivos y papagayos de colores, pero como la bomba sólo-quiebra-vridrios era de gelatina plástica y ya estaba preparada, decidí pegármela en el cielo de la boca dejando el resto de las bombas en la receptoría.

            La primera impresión que se tiene cuando uno entra en esos grandes museos es la óptima calidad de centenares de cuadros copiados de los afiches que venden en Caracas.  Superado el impacto del plagio, me dispuse a recorrer los inmensos salones hasta llegar a mi objetivo. De vez en cuando pasaban corriendo o en patines la gente de los tours, que se desplazaban raudos y veloces para poder apreciar la mayor cantidad de obras en su breve tiempo de visita.

           A la media hora encontré a la Mona Lisa. Estaba allí, frente a mí. Casi insignificante en relación a tanta calumnia que se ha levantado contra ella. Me miraba temerosa como el día en que la empezaron a pintar. Parpadeando con angustia presintiendo que algo le iba a ocurrir. Su eterna sonrisa había desaparecido, y en su lugar se veía el rictus de preocupación e impotencia que se apodera de los personajes de los grandes cuadros cuando están frente a frente de un terrorista desalmado.

 

           Siendo casi la hora cero, observé hacia los distintos ángulos de la sala y vi lo calculado. Por uno de los rincones entraba lentamente un viejo guardián del museo haciendo el recorrido de rutina, y a la derecha, vestido con un mono rojo y la clásica boina de sengakuren, apareció Amuro Makuhito, mi compañero de acción. Un japonés ex pintor y terrorista a destajo, miembro del ala ultraizquierdista del Partido Albanés Trosquista e Intransigente del Japón, experto en destruir obras maestras, a las que odiaba porque su grandeza lo frustraban todo haciéndole sentir insignificante. Conforme al plan establecido, apenas yo volara el vidrio de seguridad, en un golpe certero que no permitía error, entre los dos le pintaríamos barbas y bigotes a la Mona Lisa para crear el pánico en el museo extendiéndolo por todos los jardines de Las Tullerías.

           Amuro era un hombre peligroso. Me lo había dicho antes de abordar el avión el encargado de negocios rusos en Bogotá. Tenía la costumbre de volar todo lo que le caía mal y se entrenaba constantemente explotándose triquitraques en las orejas y en las narices. Cualquier intento de llamarlo a la cordura lo enfurecía y lo consideraba como una imperdonable desviación de derecha por lo que también volaba al que se lo dijera.

           Debido a que mi organización pensaba donar la obra al museo del Hermitage cuando los comunistas llegaran al poder en Francia, el comando supremo no deseaba que a ésta le pasara nada; de aquí que además de volar el vidrio del cuadro tuviese la misión de controlarlo para que no destruyera la obra de Leonardo.

           Apenas nos reconocimos por las fotos y un escapulario fosforescente que me había entregado en un sobre secreto mi contacto en Lisboa, en el acto empezamos a coordinar nuestros movimientos.  En cuestión de segundos, con una mirada de complicidad nos dimos la señal para la acción. Me saqué la bomba plástica de la boca y la pegué en el vidrio de seguridad activando el detonante. Cuando éste saltó vuelto añicos rompió parte del traje de la Gioconda que ya estaba deteriorado por los años y en un brinco increíble saltamos sobre ella. Yo le pinté unos bigotes a lo Dalí mientras Tamuro con su maestría de pintor experimentado le trazó los rasgos claros y bien definidos de una barbita de perilla. La calidad del trabajo, a pesar de que lo hicimos con Magic Marker habría sido motivo de orgullo hasta para el mismísimo Leonardo.

           Aquello produjo un pánico inicial. Los turistas y todos los guardias al oír la explosión se lanzaron hacia nosotros. Ya empezábamos a correr estilo gárgaro cuando vimos que la gente se detuvo maravillada de lo bien que le habían quedado la barba y el bigote a la Gioconda:

           -¡Fantastique!

           -¡Incroyable!

           Decía la gente aglomerada frente al cuadro. El público y las autoridades del museo lo rodeaban entusiasmados convencidos de que nuestro trabajo le había incorporado un toque único a la obra, sacándola de la rutina en la que había estado sumida por los siglos.

           Amuro y yo sorprendidos no hallábamos qué hacer. El pánico y la persecución que se suponía debíamos haber desatado para llamar la atención cubriendo el golpe de nuestros compañeros de comando, había fracasado. Sin duda que los pobres muchachos, sin el efecto sicológico que esperaban de nuestra acción, caerían como corderitos en las manos de la policía reaccionaria y recontra burguesa del imperialismo francés.

           Fue allí cuando tuve que tomar la decisión. En esto se diferencia un terrorista latinoamericano, de alto vuelo imaginativo, del terrorista asiático, más bien encausado en la línea prefijada por su fanático superior. Rápidamente recogí el maletín lleno de explosivos que había dejado en la recepción, y conectando todas las hallacas con las tortas borrachas y la harina pan, volé la sección del museo que guardaba las obras del período azul de Picasso. Entonces sí cundió el terror. En el acto aparecieron los herederos del pintor que estaban escondidos en una buhardilla cuidando su futura herencia y armaron el escándalo esperado.

           Lamentablemente una vez más la cultura tuvo que sacrificarse en aras de la revolución, pero no hubo otra forma de salvar a mis camaradas.

           En plena confusión nos dimos a la fuga mientras en el interior del museo se veía aquel cóctel de telas y de óleo derretido salpicado por las paredes y pasillos. Muchas de las manchas de colores quedaron para siempre como un enorme mural de tendencia indefinida, mientras que algunos pedazos de cuadros, empatados con los restos de otros, sobreviven hoy como parte de la obra cubista y los collages atribuidos al gran maestro español.

           Pero lo importante era que el golpe había producido su efecto. Cumplida su misión, sigilosamente nos alejamos del lugar de los acontecimientos. Seguro que al otro lado, en la Rive Gauche, el centro más grande de distribución de trapos y esencias del mundo capitalista se consumía entre las inmensas lengüetas del fuego popular.

 

* * * *

 

           A las nueve de la noche aún quedaban desperdicios de sol regados por el cielo de París. La alargada tarde veraniega nos devoró como lo que éramos, dos sombras imperceptibles que se alejaban por la Rue du Bourgnogne diluyéndose ante la inminente presencia de la noche fascinante. Me vino a la memoria la frase de Hemingway: “París es una fiesta”, y llevando mis recuerdos a la lejana patria pensé para mis adentros: “Caracas debe ser el ratón”.

           Lamentablemente ni Tamuro ni yo estábamos invitados al jolgorio. Las luces de los bulevares se entremezclaban haciendo un caleidoscopio de diversiones, de restaurantes y vitrinas para la gete que tenía dinero. Por todos lados se  sentía el olor a comida, a vino y a champagne. En el aire flotaba el vapor de los sudores de amor, y nosotros, como un par de hormigas desplazadas por la vida caminábamos sin un destino definido. De vez en cuando el aire refrescante del Sena y del interior de los portones de las casas nos reanimaban un poco en la larga caminata desde el Louvre.

           Ninguno de los dos conocía París. Amuro sólo hablaba en japonés y yo le contestaba en español. Así manteníamos largas y profundas conversaciones en las por razones obvias no estaba presente la más mínima discrepancia. Para despistar tendríamos que mantenernos errantes durante dos días, al final de los cuales, en el Campo de Marte llegaría nuestro contacto disfrazado de carmelita descalzo para darnos instrucciones.

          

           Confieso que al principio me agradó Tamuro. Aunque no le entendía ni media palabra me parecía un terrorista sano. Me lo imaginaba un hombre de sólida formación trotskista y de espíritu amplio, tanto para el diálogo violento como para la destrucción meditada de sus adversarios; pero al poco tiempo de estar con él pude comprobar sus tendencias homicidas. En todos los cafés y restaurantes en que nos deteníamos dejaba de propina una granada sin espoleta o un cartucho de dinamita activado. A los pocos minutos de salir nosotros volaba el pobre mesonero con el local, dejando el poco de muertos y de heridos. Aquello me preocupaba, no por los muertos, que en definitiva es el destino de todos los seres humanos, ni por los heridos que así tendrían un merecido descanso en el trabajo, sino por la peligrosa pista que les dejaba a la policía aquel maniático de la nitroglicerina. Si la Sureté se tomaba el cuidado de observar la línea de locales dinamitados fácilmente podría seguir nuestros pasos vagabundos.

           Lamentablemente yo no podía hacer nada para disuadirlo. Tenía temor de que me volara por llevarle la contraria y ya no me quedaba ni un simple detonante para defenderme. Después que dejó la última propina en un bistró de los Campos Elíseos, aún con el olor de pólvora en la cara se me ocurrió un plan para salir de él. Dibujando mi idea en una servilleta, le propuse que saboteáramos a la Torre Eiffel. La serrucharíamos por uno de los lados, de tal manera que se inclinara peligrosamente y con el tiempo se viniera abajo. Es decir, la volveríamos la Torre inclinada de Eiffel.

           A Amuro le emocionó la idea. Su amplia sonrisa nipona se encendió iluminándole el rostro, mientras los ojos le brillaron como los de un loco comiendo mango en las noches de luna llena. Cuando lo vi ya más calmado le entregué un ejemplar del famoso “Método para serruchar   la   Torre   Eiffel   con   segueta”*    y  llevándolo  al conocido monumento de hierro, le dejé en una de las patas del lado sur con media docena de láminas. Tamuro se quedó montado en uno de los ángulos, y yo me alejé para siempre haciéndole creer que estaría en el otro extremo del gigante.

 

           Más tarde supe que aquel fanático del terror en apenas dos días prácticamente cortó la pata de la torre. La roía con los dientes como un acure cuando se le acabaron las seguetas. En lo que ésta empezó a bambolearse llegó la policía y lo rodeó durante quince horas mientras él se defendía lanzándoles granadas. Al terminársele los explosivos se comió la última bomba de mano y se rindió. Luego se le acercó al Jefe de la Sureté, y abrazándolo en un noble gesto deportivo para reconocerle el triunfo, mordió la espoleta y voló llevándoselo por los aires en un golpe maestro digno de la más pura tradición kamikaze.

           Después de dejar a Amuro me enteré con gran inquietud que nuestro contacto se había ido de vacaciones a Lasa y no regresaría hasta finales del verano. Por desgracia sólo me quedaban treinta francos y tendría que pedirle dinero prestado a alguien; fue allí cuando me dispuse a buscar a los venezolanos que vivían en París. Sabía por informaciones confidenciales que había visto por casualidad en los archivos de la KGB en Cancún, que los venezolanos más o menos izquierdistas solían reunirse para hablar de la revolución en el Café Odeón, en el Boulevard Saint Michel. Y hacia allá me dirigí.

           Atravesé dos o tres bulevares hasta aproximarme a la esquina del Odeón. Y ya desde lejos pude captar la presencia de los venezolanos. Desde la oscuridad, se divisaba la figura larga y jorobada de Abilio Rondón.

 

           Observé al grupo en el café, y a pesar de mis resquemores finalmente me decidí a hablarles. Sólo que no debería levantar sospechas. Aún me sonaba en los oídos la voz grave de Kurt Flick, nuestro instructor de látigo en la escuela de terroristas cuando decía: “Si alguien llega a delatar una acción encomendada, yo mismo le remojaré los tobillos en una pecera llena de pirañas”.

           Pero yo estaba seguro de que sin tener que dar muchas explicaciones mis compatriotas colaborarían en un gesto de solidaridad. Me acerqué tímidamente, y con el cansancio de los dos últimos días reflejado en el rostro, saludé:

           -Abilio.

           El caricaturista se me quedó mirando, y dijo:

           -¡Mira quien está aquí! ¿Y cuándo llegaste?

           -Esta mañana loco –le mentí- pero tengo un problema, sólo cargo treinta francos...

           -¿Cuántos? –preguntaron todos en coro.

 

           Siempre me resulta chocante explicar cómo se desarrollaron los hechos. Sólo sé que después de media hora de largas discusiones, me alejé del lugar dejándoles prestados los treinta francos que constituían mi único capital. Fue años más tarde que supe que los pintores y poetas venezolanos en París vivían del préstamo. El dinero se lo pedían y rotaban a través de innumerables solicitudes, que lo llevaba de vuelta al lugar de origen para seguir girando en un eterno retorno que confirmaba las especulaciones nietzscheanas sobre el tema. Creo incluso que ni siquiera lo consumían, sino que se lo pedían prestado por placer. Era como la reafirmación a una fidelidad insobornable sobre la que descansaba aquella logia secreta; una suerte de organización clandestina llena de ritos, señas y coquetas evasiones incomprensibles para cualquier mortal ajeno a las leyes de su extraño mundo. De las múltiples veces que volví a pasar por París, en tres oportunidades el dinero regresó a mis manos, pero por muy breves períodos ya que siempre se acercaba alguien y lo retomaba prestado.

           Esto se terminó el día en que les entregué una alta suma de billetes falsos, lo cual, como es de pensarse, produjo un descalabro total de aquella peligrosa orden del toma y dame.

           Mi situación después de prestarles los treinta francos a los venezolanos no era muy halagüeña. Abilio, en quien yo cifraba mis esperanzas debía partir al día siguiente para Londres donde tenía una conferencia en la Real Academia de la Intriga. Y yo estaba sin un centavo, sin el contacto esperado, y sobre todo sin un amigo a quien pedir ayuda. Me fui al sitio dándole patadas a una lata de jugo para distraerme en algo. Habría metido unos diez goles solitarios y despertado a unas treinta familias cuando sentí sed y sueño. Como estaba cerca del Sena decidí dormir a las orillas del inmenso río. Eso me refrescaría permitiéndome descansar un poco. Al día siguiente con la cabeza más despejada meditaría sobre los pasos a seguir.

 

           El alba francesa a las orillas del Sena confunde a los viajeros llegados de indias. Al uno despertar, la impresión que se tiene es que se ha hecho pipí. Pero no es eso, es sólo la humedad y el natural salpicado que produce el flujo del agua hacia su inexorable destino. Por suerte, gracias al cansancio había dormido bien. Me estiré y me lavé la cara con un poco de nitroglicerina fresca que aún quedaba en el frasco que me dio el japonés, y ya más reconfortado me decidí a desayunar. Como no tenía dinero estaba obligado a preparar un golpe relámpago; esta vez sería contra la patisserie “La Vache Pourrí”, en la rue des Lombardes, famosa por su tradición en quesos nauseabundos.

           Eran las ocho de la mañana del 10 de julio de 1963 cuando irrumpí violentamente en el detal de quesos de la cafetería. Llegué hasta el depósito de roquefort, y tapándome las narices con un pañuelo impregnado en formol abrí las puertas protectoras de par en par. Aquello fue terrible En cuestión de segundos la podredumbre se regó como la pólvora confundiéndose con el olor de los parmesanos pasados, los Bleu d´Auverne y más de doscientas variedades. El empleado de la barra, que al ser tomado por  sorpresa en ese momento no tenía puesta la máscara antigás, cayó al suelo sin tener tiempo ni de llevarse la mano a la nariz. Cinco comensales y una camarera que estaban en el salón, se agarraron el cuello mientras eran presa de convulsiones desesperadas. La dueña, que se hallaba en la puerta principal salió corriendo con los brazos en alto gritando:

           -¡Merde, merde...!

           Aprovechando la confusión tomé dos croissants, unos tarritos de mermelada, mantequilla y un poco de café, el desayuno más económico que había, y después de firmar un vale rápidamente me di a la fuga por la puerta trasera del local.

           Los diarios de la tarde dieron la noticia del golpe en grandes titulares. La edición vespertina de L´Aurore, decía: “Varios muertos y heridos cuando manos criminales abrieron depósitos de roquefort en La Vache Pourrí. Desalojada la manzana. El ejército controla la situación”. Por su parte Le Monde, con ese tradicional sarcasmo que le caracteriza, señalaba: “Liberados veinte kilos de roquefort en acción sin precedentes del Movimiento de Liberación del Roquefort”, y el reaccionario Le Fígaro, apuntaba: “¿Peligra la Francia? La apertura sorpresiva de un depósito de quesos demuestra lo endeble de los sistemas de seguridad de la Nación”.

           Leí la noticia sentado en un café en el Boulevard Raspail, donde me distraía mirando a centenares de paseantes a que su vez miraban los que los mirábamos sentados desde el café. De pronto miré que alguien desde el frente me miraba a mí y a los que yo miraba. Éstos lo miraron a él y yo en el acto los miré a ellos. Era Melo Castro. Un venezolano en París. Pequeño, con la calva incipiente, la pinta de argelino y la sonrisa de siempre a flor de labios. Empedernido jugador de raza, con diez años estudiando en la Sorbona y la mejor voluntad del mundo.

           Melo y yo éramos compañeros de la misma organización política, pero sólo nos conocíamos por referencias. Apenas si lo había visto un par de veces. Él sabía de mí porque durante una pea en Caracas me ofrecí para sacar una caja de dinamita exudada de la casa de José Vicente Morales. Y yo lo conocía a él por referencias de Margarito Hernández, a quien Melo le debía doce bolívares desde hacía ocho años, suma que con los intereses acumulados aumentaba peligrosamente la cuenta hasta los dieciséis bolívares.

           En el mismo momento en que nos saludamos él me ofreció la hospitalidad que yo tanto necesitaba. No pudo rechazarla. Si seguía abriendo depósitos de queso podrido para procurarme comida, como bien decía el comentarista político de “Le Monde”, podía caer muerto en cualquier instante como un pobre suicida sin mérito ni gloria.

           Mi amigo vivía entonces en un pequeño apartamento de la Rue Dousmenil, cerca de los Campos Elíseos, pero aunque era gente de confianza preferí no contarle sobre mis verdaderas actividades. No podía borrar la imagen de mis tobillos remojándose en el acuario lleno de pirañas. Sin embargo, viendo su amabilidad, decidí solicitarle formalmente un préstamo de dinero mientras me llegaba una remesa. Según le expliqué, ésta provenía de la venta de mi colección de cacatúas bilingües. Creo que se lo creyó, porque en realidad en el ambiente políglota de París eso no tenía nada de particular.

            Aquel compañero se portó a la altura.  No sólo me dio el dinero sino que además me ofreció la hospitalidad de su casa. Con él descubrí a París. Visitamos los museos, los monumentos, los restaurantes. Aprendí a desplazarme con agilidad en el Metro y me enseñó la cara que hay que poner para colearse en los vagones de primera. En las tardes calurosas abordábamos a las inglesas, en las más frescas a las suecas y en las noches a las danesas. Pero sobre todo, gracias a él tuve la ocasión de conocer a mi primer gran amor en Francia: Marut, una prostituta de los barrios bajos que se enamoró perdidamente de mí. Se volvía loca por la manera que yo tenía de contar el dinero cuando le pagaba. Más adelante la maté en un ataque de celos cuando supe que amaba  a toda su clientela por igual motivo.

           Yo no soy de los que disfrutan del turismo, pero debo reconocer que fueron días agradables. Paralizada toda mi actividad terrorista, durante ese tiempo no corría riesgos. Vivía entre la casa de Melo, los cafés y casa de Ezrra, un compañero de estudios de la Universidad, a quien los venezolanos no trataban porque jamás les prestó dinero.

           Ya al final, un poco aburrido, para pasar el tiempo secuestraba perros. En golpes rápidos y certeros le arrancaba a sus dueños perros poodles o pekineses y me iba corriendo, luego les pedía altos rescates por teléfono haciendo aullar al animal para despertarles compasión. Aquel próspero negocio empezó a diezmar cuando la casa de Melo se llenó de decenas de perritos por los que nadie quería pagar rescate. Una tarde los dejé en libertad y volví a la vida de los cafés, claro, ahora con aquel perrero atrás, que sin que les diera cariño se habían encariñado conmigo.

           Lamentablemente transcurría el tiempo. Me consumía la vergüenza por el abuso de la hospitalidad de mis dos amigos, quienes viendo que no llegaba e dinero de las cacatúas bilingües ya deseaban que  me  fuera. **   Además,  me  inquietaba la falta de acción. Sentía ese cosquilleo insoportable de los terroristas cuando nadie abre los ojos asustado por el detonar de las bombas o las ráfagas de ametralladoras bajando burgueses explotadores. Afortunadamente dos días más tarde recibí un sobre con el pasaje para ir a Budapest, la sede de la organización donde me incorporaría al trabajo regular. 

    

           Tomé el metro en la estacón de Saint Sulpice y descendí en Porte de Glignancourt desde donde me fui caminando hasta la casa de Ezrra.  Al pasar a recoger las pocas cosas que componían mi equipaje les dije adiós a mi amigo y a su mujer. Luego regresé al centro para despedirme de Melo. Mientras le enviaba su dinero le dejaría en garantía los perritos secuestrados así como el teléfono de los dueños. Ezrra no había querido recibir perros. Sobre todo porque en su lote había dos grandes daneses que el otro había rechazado. Este es un tipo de celos y susceptibilidades muy comunes entre los venezolanos que viven en el extranjero.

           La despedida fue triste como siempre. Le agradecí la ayuda dispensada y tomando un taxi me fui directo hacia el aeropuerto de Le Bourget. Cuando ya me iba di un último vistazo hacia atrás y pude notar que mi amigo estaba sumido en llanto. No era para menos; le dejaba veinticinco perros y una enorme deuda. Eso no se le hace a nadie.

 

 

 

* Pequeño instructivo con muchas gráficas que se vende con éxito en las librerías underground de París (N. del E.)

 

** Esto lo supe una terrible mañana de aquel verano al descubrir que a falta de escoba, Ezrra había puesto la aspiradora detrás de la puerta de su casa. (N.del A.)               

 

 

 continuará